LOS trabajos que se publican en esta página son los que, el pasado 5 de septiembre, concurrieron a un certamen que no por restringido fue menos regocijante, habida cuenta el curioso motivo que originó su convocatoria y los fastos, gastronómicos y literarios (por no entrar en la cama de cada cual), a que dieron origen.
Bajo el genérico 28 chochos, la imaginación desbordante de los autores se hizo palabra y texto. Unos, de alto voltaje erótico; otros, más sugerentes; alguno, incluso, cándido en apariencia, echa chispas por todos sus sintagmas. Y bien, su presencia en El Quicio forma parte del premio, que ganó en buena lid Jacobo Fabiani, aunque el resto, parafraseando a Calderón de la Barca –que se la cogía con papel de fumar-, en méritos y en fortuna, si no le exceden le igualan.
Los relatos, salvo el ganador y el finalista, se insertan en un orden completamente aleatorio, al margen de las puntuaciones obtenidas por cada uno.

28 chochos. Relato ganador

Exactamente eso: 28. Lo que, Cábala en mano y ciento volando, se reduce a la unidad, al origen; y es que, en cierta manera, el chocho es el principio de la vida y por ello también de la muerte.
28 ¿Quién pudo imaginarlo aquella noche, en la puerta de la taberna, cuando las amazonas en desorden invadieron la calle y tomaron, invictas como un ejército, una casa perdida en los suburbios de la ciudad? Lo demás, ya se sabe. Corrió de boca en boca la noticia y la gente no sale de su asombro: un pavoroso incendio calcinó el edificio y no quedó ni un pelo para contarlo.
Ahora, las 28, completamente desnudas, caminan tras el joven y apuesto centinela que las conduce por el sendero. Tiene el semblante áspero. Al frente de milicia tan singular, se siente inquieto, incómodo. El aroma de los cedros que flanquean el camino se mezcla con el fruto de la higuera y al muchacho le empieza a hervir la sangre.
Nunca tuvo tras sí una grey como ésta. Los 28 chochos, con sus valvas bañadas de aromático almizcle, avanzaban en fila, impregnando la atmósfera con su olor penetrante, a cuya percepción alzaban los cipreses su fronda puntiaguda y hasta el mastranzo liberó sus hálitos, inundando el paisaje una brisa de espesa e irresistible sensualidad. E iban así, seguros de sí mismos, llena el alma de vellos empapados, dispuestos a dar cuenta de sus orgías, de sus coyundas, de sus placeres, gallardos, inconfesos, impenitentes.
El joven capitán fue perdiendo la calma. Al mirar hacia atrás, alertado por la risa de las muchachas, derramaba los ojos por el cortejo, sin decidirse a dónde detenerlos, si en la morena de robustos muslos y pubis ensortijado o en la excitante pelirroja de largas piernas que coronaba una lánguida ojiva de suavísimo pelo. Fue, al principio, una leve sudoración, alentada por el hormigueo que, procedente de los bajos fondos, le ascendió por el vientre y le estalló en el pecho, mientras el pene, al rojo y al filo de un big-bang de supernovas (si se me permite el anacronismo), entonaba los Carmina Burana y un cataclismo devastaba el mundo.
Se sentía morir, agobiado por el deseo, cuando vio que, a su izquierda, una pequeña trocha se insinuaba, envuelta por matorrales tan densos que la luz, al filtrarse, parecía descomponerse en minúsculos rayos sobre la tupida hojarasca que entarimaba el suelo. Sin pensarlo dos veces, indicó con el dedo el nuevo rumbo y, seguido por las mujeres, se adentró en la espesura.
Y ocurrió lo que tuvo que ocurrir. Con 28 chochos apuntándole, se vio al instante derrotado, atónito, tendido sobre el follaje y dejándose hacer, pues qué otra cosa. Con dos piernas abiertas flanqueándole la cabeza, tenía sobre la boca una vulva gordísima, que él succionaba apetitosamente, mientras otra bajaba, subía y volvía a bajar y ascender por su falo, en medio de tal estrépito y griterío, que tomó la algazara por canto de sirenas y ellas, dando rienda suelta a su instinto, se turnaban en el disfrute del mozo, haciéndose empalar por chocho, culo y boca o, ya perdido el seso y la vergüenza, meársele en el vientre, lamer la oscura puerta de Sodoma, ventosearle el rostro y otras placenteras atrocidades, a las que el rubio efebo correspondía sembrándoles la piel de la entrepierna con una catarata de almendros en flor.
No había concluido la zarabanda cuando la luz se hizo más opaca y el airé se enrareció. El aroma de las plantas y el penetrante olor de los cuerpos en celo fue mudándose en pestilencia y muy pronto la áspera fetidez del azufre llenó con sus vaharadas aquel infecto túnel. Entonces, Mephistópheles, recortando su figura entre la frondosidad del reducto, exclamó: ¿Cómo te atreves, necio, a invadir mis dominios? Esto dijo, empujando al muchacho y su séquito hacia un pórtico oscuro. Los 28 chochos, sumidos en la sombra, comenzaron a destellar, proyectando sobre la opuesta pared las escenas de su lascivia: Una, se dejaba sodomizar por un negro enorme, al tiempo que acogía entre sus labios el pene de un fornido adolescente; otra, asaltada por todos sus accesos, aún prestaba las manos a pajear a sendos gaznápiros; una tercera, puesta a cuatro patas, recibía en sus nalgas una lluvia de azotes y en su boca la pértiga de un forzudo gañán. En fin, 28 historias llenando la caverna de Platón.
-Déjame ir –dijo el joven con arrogancia- ¿Es que acaso no sabes que soy Abadón, a quien conoce el mundo como exterminador?
-Lo sé, lo sé –repuso Mephistópheles con ironía-, pero, a partir de ahora, eres tan sólo un ángel fornicador; y, la verdad, no sé qué hacer contigo, si enviarte al país de los hielos perpetuos, a merced de Jacobo Fabiani, que tiene más cuernos que rabo, o tomarte a mi servicio.
Dicho lo cual, enarbolando su pija de criptonita, lo enculó entre sonoras carcajadas.


¡No, no, no y no!, gritó 28 veces Dante Alighieri, arrugando el pergamino y arrojándolo a un cesto. Esto no va a gustarle al arzobispo –continuó-. Es el vigésimo octavo pergamino que rompo. Una ruina, sí. Por culpa de los capullos del Santo Oficio, la Divina Comedia va camino de convertirse en un solemne coñazo.

© Jacobo Fabiani, 2008.-

28 chochos. Relato finalista



Apuraban la última copa cuando pasó el tercer escuadrón de coquinas diversas, cargadas de bolsas que parecían contener bebidas y vete tu a saber qué… Aquello ya colmó el vaso de la curiosidad y Dorotea se abalanzó sobre las últimas unidades e interrogó: ¿Donde vais? La perfumada sujeta le contestó: A esa casa de ahí enfrente. ¿Y a qué? Es que hacemos una fiesta. ¿Podemos ir? Es que no es nuestra, si no os invitaba, contestó la muy zorra.
En el camino de vuelta había comentarios para todos los gustos. Incluso el señor Pi, tan serio él, pero bajo el influjo de varios catavinos de Alfonso, clavó sus ojos con lascivia en el grupo y llegó a pronunciar con voz sarcástica: ¿Me invitáis? Estoy soltero y solo para todas vosotras. Mercedes miró su reloj y dijo con voz de asombro: Qué curioso, mi reloj marca las doce y veintiocho del día veintiocho de julio. A lo cual respondió Miguel: Pues también es curioso, pero he contado veintiocho chochos, los que han pasado por aquí. Ya me gustaría a mí tener un tranco para las veintiocho, replicaba Dieguito el flamenco. Ya, tú siempre tan exagerao, se diría que eres gitano; bueno, yo preferiría tener veintiocho trabucos para arreglar bien a ese grupo, asentía Jaime. Yo me conformo con veintiocho centímetros, divagaba Miguel. El señor Pí juraba que estas no le duraban veintiocho minutos. ¿Y a nosotras qué? preguntaba Inés;
seguro que ahí dentro hay un semental capaz de arreglar a las veintiocho más nosotras tres. Yo me pido ser la número ocho, Dorotea, tú la dieciocho y tú, Merecedes, la veintiocho.
Pasados unos días, Jaime volvió por aquel bar e interrogaba a la camarera: ¿Qué hay en aquella casa, que van tantas tías? Pues mira, yo llevo aquí varios años y no te sabría decir; sólo sé que, una vez al mes, se reúnen un grupo de mujeres y otro un grupo de hombres. ¿Pero no coinciden? Qué va, o las unas o los otros, pero nunca juntos; nadie sabe quién vive allí, pues esa casa es la más antigua del barrio y apenas se sabe de los dueños: llegan, bien caída la noche y, bueno, nunca me quedé para ver a qué hora salían.
En esto, que una persona anciana, detrás de mí, sonreía morbosamente. ¿Qué, curiosillo, eh? Bueno, le contó sus apreciaciones y, después de convidarlo reiteradamente, le confesó: yo he entrado ahí muchas veces. A ver, cuente, cuente. De pronto, le cambió el rostro de color, giré la cabeza y, brazos en jarras, la doña gritaba: ¡Me prometiste no hablar nunca más de ella y ya estás otra vez! Bueno, amigo, me tengo que ir, me espera la Santa Inquisición. Aquello empeoraba por momentos. ¿Qué quiso decir con ella? Sobre mi cabeza revoloteaban ideas, unas buenas y otras no tan buenas, ¿sería una antigua novia? ¿sería una antigua amante? Las siguientes noches no volvió por el bar. La impaciencia le corroía y un raro deseo le acompañaba día y noche.
Por esos azares tan escondidos, vio al anciano y sus 98 bien llevados años, paseando por el Parque del Retiro y además sólo. Se dirigió a él como un poseso y él ni se inmutó. Llevo 2 años y cinco meses esperándote, Jaime. Aquello le tumbó sobremanera. ¿Cómo? Pero, hombre, ¿usted qué tiene que ver en toda esta historia? Bueno, esa casa en su día fue un burdel, llamado "28 CHOCHOS", y yo fui muy asiduo, al mismo tiempo que amigo de la madame, llamada" Gisela la bella", y realmente lo era, a la vez que felina en la cama; 1o cierto es que tenia a toda la población al acecho, lo nuestro fue una historia de ver­dadero amor, pero me obligaron a casar con la de los brazos en jarras. Aquello no funcionaba bien, como suele pasar en las bodas obligadas y al tiempo conocí a Gisela, sin saber de su oficio; después empecé a visitarla en la casa, ¡cómo follaba! ¡cómo seducía! ¡qué pechos tan erizados! Cada día era una aventura recorrer ese pasillo, hasta llegar jadeando como un energúmeno hasta su entrepierna, pero pasó que, en un descuido no muy profesional, quedó encinta de un vastago mío. Ahí comenzó todo, ella no sobrevivió al parto, pero sí el niño; en el lecho de muerte, me hizo prometer que esta casa sería refugio para su descendencia. Lo criaron las putitas y todos los que se reúnen en la casa son descendientes de Gisela. ¿No me irá a decir que yo también soy descendiente? Pregúntale a tu padre y te convencerás. Y entonces, ¿qué hacen cuando se reúnen? Pues, como buenos descendientes, imagínatelo; pero, bueno, toma ésta llave que abre por el jardín, verás que hay dos puertas: abre la roja que da a un largo pasillo con muchas puertas, no toques nada, sólo mira a través de las mirillas y luego sal por donde entraste.
Cuando volvió a casa, se dirigió al calendario como un poseso y ¡oh! era sólo 24 de agosto, cuatro interminables dias, mañana, tarde y noche, obsesionado con la del 28, ¿será verdad que hacen honor a sus ancestros?
Y llegó el momento. Entró sigiloso cual ladrón de placeres y oyendo risas y gemidos por doquier; en la primera, estaba una solitaria ardiendo, consolándose con un gran falo de goma, ¡estos tiempos! En la segunda había dos jovencitas con dos maduritas, jugando en corro. En otra, las mayores bebían, entrelazadas cerca de sus anchas nalgas; otras jugaban con dos números invertidos. ¡Cómo se lopasaban! El pasillo era poco río para todo el cauce de mi falo. Otras se alegraban por delante y por de­tras… En fin, fue un espectáculo digno de un burdel.
Se reunieron, días después, en el bar Rías Baixas y empezó a contarles su descubrimiento, cuando cayó en la cuenta: por más que contaba, le salían sólo veinticinco tías. Claro, Julio, es que no te das cuenta de nada; anda, dame ya la puta llave.

© Jerónimo Salido, 2008.-

28 xoxos... con pan y bizcocho



Se sentó desnuda. Pasó suavemente la mano sobre las piernas del hombre y, llegando a su sexo, lo agarró con fuerza, como hacen los niños con su primer juguete. Sabiéndose reina de aquel territorio insumiso, blandió el cetro y comenzó a narrar:

-Salió al bosque. La pequeña tenía un chocho juguetón que, como cada tarde, dejó que se llenara de vida en aquel lugar. No creas que fue el lobo el que se merendó ese dulce, era algo pequeño lo que husmeaba, subía, se peleaba por lamer aquel delgado clítoris, casi ala de ángel, casi viento de pájaro, al salir a la vida. Algo tan diminuto como una hilera oscura de hormigas que, subiendo los rosados montículos, llenaban sus vertientes y el abismo, todavía intocado por las manos de un hombre. No era el lobo, no, ella aún no tenía edad para esos largos colmillos ni esas fauces…

Sharriar era feliz cuando la jovencísima Sherezada le contaba los cuentos que ya había escuchado en su infancia –porque todos los niños de este mundo, de la edad que elijamos, han escuchado siempre las mismas historias, lo mismo en Alejandría que en Estambul o en el Chicle, en Jerez, que también tiene ambiente nocturno-. Así pues, la quinceañera seguía espatarrada sobre la amplia cama del burdel, narrando:

-Cuando hicieron la casa, a todos los cerditos se les veía el rabo. Bueno, digo yo, a todos menos a uno, porque tenía chocho, ¿sabes? Era uno de esos cerditos con arroba. Arrobas, digo yo, de carne de pata negra y, evidentemente, luego de la pata negra, va el pelamen oscuro de su paloma oscura. Pues era como para perdérselo, cuando estaban todos atareados, tomando este ladrillo y este otro –procurando que la casa quedara firme por aquello de que vendría el lobo. Lo sabían, porque no iban a ser tontos encima y no tener ni idea de que, al final, lo mismo que una tarta, soplaría sobre la casa y, ¡zas!, se jodería, porque los ladrillos no son una paja. Y esto también lo sabía la que llevaba lazo en la entrepierna, o sea, la cerdita, y por eso elegía los ladrillos más duros, los más húmedos, los más consistentes y hacía con ellos guarrerías. Así, cuando llegara el lobo, soplaría. El lobo, lo sabían todos, siempre había sido un soplapollas…

A Sharriar le entró risa y Shere, delicadamente, tironeó de la fíbula larga que tenía entre dedos, así, un poquitillo arriba, un poquitillo abajo, una chispa hacia atrás, un poco hacia delante, arriba, abajo, arriba, abajo… Que, si no para, le entra esa especie de cosquilleo que les entra a los niños cuando por primera vez le dicen una mentirijilla a mamá y casi se mean encima ante la agreste situación, pero se recompuso y siguió su relato:

-Ella estaba dormida, vaya que sí, y descuidada. Se le veía todo por debajo del camisón y, por si fuera poco, se había depilado la vulva y en el culo tenía un tatuaje que decía: bésame o no te despierto.
¡Tela, la princesa!, ni la del saltimbanqui del Gran Hermano, y parecía buena. Tenía una cara angelical y en la mano una página que había sacado por la impresora. Antes de pincharse con la jeringa, tenía la costumbre de chatear y le había estado diciendo a uno: tú eres mi príncipe; y éste le había respondido: menos mal que no me has dicho que soy otra cosa. Qué cosa, dijo ella. Una rana, contestó el del chat. Pues si lo fueras, dijo Calentilla dos -que es como se llamaba la de la rueca y la bruja mala cuando cambiaba de personalidad en el ciber-, te daría un beso negro y te convertirías en príncipe.
Y tenía el cabello igual que aquellos ángeles que parecen de lana, de buenísimos que son, pero se le veían las tetas, ahí, sobre la cama del del Chat, y se notaba bien que entre sus labios quedaba, como desguarecido, un resto de haber besado oscuramente al príncipe.
Y parecía mema, pero le encantaba ir haciendo el amor con mucho cuento. Por eso se fundían el príncipe encantado del chat y la bella durmiente de los bosques profundos y humedísimos.

A Sherezada se le cerraban los ojos, mientras Sharriar miraba, fisgaba, penetraba, con sus azules ojos, los recodos del chocho que seguía, seguía palpitante en tanto que su dueña, noche a noche, iba contándole todas esas historias que sabemos los niños, antes de que las madres se inventen esas chorraditas de que si el lobo se comió a la abuela o la rueca era mala y pinchó a la princesa y los cerditos, pobres, temían tanto al lobo. Qué poco nos conocen las madres, sus historias son extrañas y nunca, nunca tan naturales como las de este cuento “Veintiocho chochos con pan y bizcocho” que me dejó anoche el ratoncito Pérez, que tiene unos huevos que ya los quisiera el chocho de mi madre cuando se pone tonta y cursi y, con la misma cara que mira hacia mi padre cuando éste le dice: “Ven aquí, corderita, que te lleve al establo y verás cómo muges”, me va contando estupideces que ni siquiera escucho.

© Ruth Cañizares, 2008.-

28 chochos


Cuando me di cuenta, mis párpados eran dos abánicos incrédulos ante lo que estaba observando.

Siempre fui un hombre muy tímido, lo que se dice un cortao por estos lares, consecuentemente mi currículum en cuanto a las relaciones carnales con las mujeres es ridículo, por no decir frustrante. Por lo cual mi gozo sexual estaba engordado de noches onanistas interminables, pero he de confesar que muy satisfactorias, ya que mi imaginación crece a la vez que mi incapacidad para hacer ciertas su creación. Así que en el momento en que ví ese desfile de mujeres por la calle, entrando todas en el mismo portal, con sus risas, su desinhibición y sus cuerpos insinuantes, sólo pensé en que iban por la calle 28 ( las conté ), 28 chochos alegres, lo que significaba otros tantos culos hermosos y nada más y nada menos que ¡¡ 56 tetasss !!

El salto en mi portañuela fue notable, tuve que ponerme mirando hacia otro lado para que no me notasen la alteración que estaba teniendo. Quise apartar de mi mente tanta ansia, me puse a pensar en mil cosas distintas por no caer en esa espiral que siempre me llevaba hacia mi casa, para yacer en la cama y subir por esa pendiente carnosa de mi sexo. Esa suavidad, incrementada por el aceite, sí, un aceite de almendras que desde hace mucho tiempo compro, es mi aliado en esas noches, mi fiel ayudante de subidas y bajadas por mi obelisco de placer.

Mas, no pude retener la oleada salvaje de deseo y me despedí del amigo con el que estaba, con la excusa de un leve dolor de cabeza, acompañado de que al día siguiente trabajaba temprano.

Cuando llegué a mi casa noté esa excitación interna que precede siempre a una de esas grandes noches, me duché tranquilamente, era como un ritual, me puse mi body milk -el que me sugirió mi hermana- y me sentí fuerte, fresco, capaz de comerme, no 28 chochos o 56 tetas, si no cientos de ellos.

Así, me tendí en mi cama de 2x2, sus frescas sábanas de seda china me acariciaron dulcemente, miré hacia arriba, al espejo que había instalado hacía unos meses, me encanta ese espejo, mirarlo cuando estoy a punto de eyacular, ver mi cuerpo e imaginar como me cabalga la mujer con la que estoy soñando. Estaba a punto de comenzar mi primera masturbación cuando llamaron a mi puerta, estaba ya casi erecto, con lo cual el fastidio que sentí me hizo lanzar una serie de improperios tremendos hacia quién estuviera interrumpiendo mi oráculo carnal. No hice caso, a ver si desistían, mas volvió a sonar el timbre, por lo que decidí levantarme y ver quién y qué quería. Me puse la bata y ojeé por la mirilla, me quedé de piedra, allí estaba plantada Lourditas, joder con Lourditas, la vi en el bar con unas amigas, qué coño querría ahora.
Sin abrir le pregunté que deseaba y me dijo que tenía que hablar conmigo de algo urgente. No quise levantar sospecha alguna y le abrí la puerta, ella entró muy decidida, lo cual me fastidió de igual manera. La observé como se adentraba en el salón y en ese momento me di cuenta del hermoso culo que tenía la jodida, vaya con Lourditas, esa ropa le marcaba las nalgas de una forma sugerente e incitadora.
Nos sentamos en el sofá, yo le ofrecí algo de beber y la muchacha, sin ningún recato, me solicitó un whisky doble, ¡jo con la mosquita muerta! siempre pensé de ella que era un tanto reprimida (como yo, mas o menos) y que no se comía un rosco tampoco, quizás por ello tenía más confianza con ella que con cualquier otra mujer.
Entonces comenzó a hablar y hablar, cosas banales, hasta que en un momento determinado me di cuenta que estaba hablando de sexo, me puse rígido, no sé si me lo notó, pero creo que me cambió el color de la cara, la vi como se sonreía y el rostro me ardió, nunca habíamos charlado sobre este tema. Pero lo que estaba diciendo era sólo referente a ella, de sus inseguridades, miedos, etc.., algo que yo conocía muy bien. Siguió así unos minutos hasta que me preguntó si había visto todas aquellas mujeres entrar en aquella casa, como de soslayo le dije que sí, y empezó a jugar, que si que harían tantas mujeres juntas, que se emborracharían y sabe dios como acabarían, aquí tuve que servirle otro whisky. Poco a poco me estaba haciendo imaginar, me movía nervioso y ella seguía sonriendo la condenada. Murmuraba más que hablaba ya, que sentiría una mujer con otra mujer, que no lograba imaginarlo, que si los hombres sentirían igual y hasta llegó a preguntarme si a mi me gustaban los tíos, a lo que le dije que por supuesto que no. Era habilidosa la muy pécora, sin darme cuenta me vi con una copa yo también y confesándole cosas que nunca pensé pudiera contar a nadie.
Lo cierto es que empezó diciendo que tenía calor y subiéndose la falda hasta casi las caderas, vaya par de muslos mas hermosos, se me salían los ojos de sus órbitas, que piel mas sedosa y brillante ,¿se pondría aceite también?
No se si fue el alcohol o el destino mismo, pero la verdad es que acabamos confesándonos nuestras miserias sexuales punto por punto, así me enteré que ella se masturbaba casi siempre en la taza del vater, decía que el contraste del calor de su sexo y el frío de la porcelana la excitaba sobremanera, aunque no rechazaba, ni mucho menos, unas sábanas frías….., guau, de raso o de seda. En ese momento me lancé en picado, cual halcón hambriento y la invité a entrar en mi dormitorio para que viera las que yo tenía puestas en la cama, si las sábanas le hicieron mirarme con cara de vampira sedienta, cuando vio el espejo, casi grita, se subió la falda hasta la cintura y me miró salvajemente. Aquí ya todo se aceleró, nos quitamos las ropas con furia e hicimos todas esas cosas que siempre soñamos ambos, ya no existían ni 28 chochos ni 56 tetas, ya solo estaba en mis manos, en mi boca, por todas partes de mi cuerpo, el coño de la Lourditas, hermoso y grande, muy grande y tan caliente como mil volcanes en erupción. Fue la mejor noche de mi vida, acabamos y empezamos no se cuantas veces, igual fueron 28, jajajajaja, mas después de aquella noche me masturbé muy pocas veces, entre Lourditas y yo conseguimos multiplicar por 28 veces 28 el placer que hasta entonces habíamos experimentado.
Y todo gracias a aquellos 28 chochos…
.
© Darío Fox, 2008.-

¿Fueron 28...?



¿ Fueron veintiocho?- No sé..

Era verano, una bonita noche de verano, en la que un grupo de amigos, sentados en un bar bajo el manto nocturno y alumbrados por la luna llena, disfrutábamos de una velada regada con buen vino y que compartiendo canciones, charla y poesía, veíamos llegar la madrugada.

-Ya era tarde, muy tarde.

-Cuando de repente y ante nuestros asombrados ojos, ellas, empezaron a desfilar.
Salían de un coche detrás de otro y parecían una procesión interminable de modelos de distintos estilos, edades y formas. Algunas, iban cargadas con bolsas de algún supermercado, las cuales dejaban entrever, que se habían provisto de todo tipo de viandas (alcohol incluido) para que no les faltara de nada y con el objetivo –al parecer- de pasar una noche loca.

-O al menos, eso era lo que a mi me pareció.-

-¿A dónde irán?—Dijimos algunos
-¿Qué irán a hacer?- Eran preguntas que nos hacíamos, a la vez que estimulados por la sorpresa, se dislocaban nuestras ocurrencias y hacía que de manera jocosa, fuéramos hilvanando toda suerte de comentarios, con el único fin, de alimentar nuestra propia diversión, -ahora- a costa ajena.

Uno de nosotros quiso llamar su atención, preguntando en voz alta: si nos podíamos unir al grupo, pero ellas hicieron oídos sordos y continuaron su camino, imbuidas en la seguridad y la ilusión que les proporcionaba esa complicidad que, -aún de manera inconsciente- se transmitían unas a otras.
¡Paseo triunfal el que ejecutaban ante nuestros ojos!, marchando hacia su meta y ajenas a nuestros comentarios y risas.

-Pronto llegaron a su destino –acrecentando de esa forma mi perplejidad-



Pues su camino terminó, cuando unos metros mas allá, comenzaron a entrar en una casa, que -al parecer- sería el punto de encuentro, de tantas féminas ansiosas por pasarlo bien.
Cuando ya todas estaban dentro, se encendió una luz del segundo piso, que a renglón seguido se apagó, y ese, fue el detonante para que como un rayo, se “disparara” mi fantasía.
La luz no volvió a encenderse y yo, hubiese querido “penetrar” con ellas, en el interior de esa casa, donde podría pasar de todo, –o eso pensaba- dándole alas, a mi -en ese momento- calenturienta imaginación.

-Ya las “veía” practicando cualquier tipo de aquelarre.
Bailando desnudas y enredadas en toda clase de juegos lésbicos, mientras se iban tocando unas a otras, como para ir cogiendo confianza –ahora toco un coñito por aquí, ahora un culito por allá- y sus manos y sus bocas buscaban los pezones de unas tetas, ávidas de ser mordidas y acariciadas, en un maremágnum de cuerpos de todos los tamaños y formas.
Una especie de orgía, que se iría organizando a medida que fuera avanzando la noche, esa, que las llevaría a la lujuria, movidas por el deseo y el alcohol.

-¡Quien hubiera podido mirar a escondidas!- Seguro que pensamos todos.

-¡Cuánto morbo me producía una situación, que aún construida en mi mente, hacía que las imaginara en esos juegos, borrachas de pasión y deseos desenfrenados!

-¿Eran Veintiocho Chochos?? –No-

Eran veintiocho mujeres desprovistas de prejuicios, –quería creer- que dispuestas a gozar de una noche diferente y en total libertad, “pasarían” de problemas, maridos, novios y amantes, que pudieran aguarle una fiesta -a buen seguro- inolvidable.
© Laura Gallegos, 2008.-

28 chochos






I


Veintiocho chochos y, por ende, veinte y ocho pollas, todos ellos iguales, todas ellas diferentes. Regidos cada uno, cada una, por ocultos principios, distintas ideas, formas, aspiraciones... por ejemplo,- y hablando sólo de chochos- está, además del chocho madriguera; el utópico ,el idealista, el gótico, el glacial...
Otros que, a poco que escarbaras en ellos, vislumbrabas una hermosa y suntuosa cueva; estalactitas de suaves y rosáceos sueños donde un falo de origen faraónico, colosal y primigenio aguardaba incrustado en el enigma secreto de la diosa, fuerte, firme, piramidal, esperando de ella esa rauda explosión de entrega y sinfonía.

-Éste como habéis podido pensar es el cono sagrado de la fertilidad.-

Había otros, de no menos merecer, llamémosles coñitos, cuyos castos y tímidos azúcares rezumaban el deseo del cazador cazado, gimiendo éste, batallando en ese prado disoluto de amores imposibles.
Coños virginales cuya lésbica fragancia enloquecían a esas recias pollas de guerreras facciones.
Coñitos tiernos, juguetones ¡ahora sí, ahora no! La braguita cayéndole de un lado, pequeña, rabiosamente blanca, sugiriendo ella sola el paraíso, el edén en el desden lascivo de sus suaves glúteos intuidos.
Mas no eran estos otros coños, de esas hembras llamada ninfas, cuyas bocas emanaban el semen de varones anclados en una verga donde el glande mostraba el delirante fulgor de las tinieblas salvajes de su instinto.
Ninfas cuyos coños enardecidos se mostraban como conchas bacantes, orgásmicas, salvajes, sudorosas en un delirio de amor y de lascivia.
Mujeres del amor, amantes y castradora como era la Lola; hembra portentosa que arrastraba el ardor de sus tacones y la mecha de su cuerpo seduciendo, prendiendo fuego e incendiando el barrio. Ardor, que más o menos bien compaginaba, con ser madre de dos hijos y esposa de un marido imbécil, celoso, diminuto, que portaba el suplicio de una ingrata, merecida y lustrosa cornamenta.

-¡Fiesta de Mujeres, sólo mujeres, sí, mujeres, ningún hombre! -le decía la Lola al marido aquella tarde, relamiéndose de gusto, volviéndose los ojos y ocultando su cara de gran puta.

- ¡Sólo chochos, chochos, marido, divertirnos así, honrada y castamente...!


I I

Veintiocho chochos menos uno acudieron aquella noche a la fiesta. Veinte ocho chochos menos uno bajaron de sus coches y se encontraron de lleno ante un grupo de gente impresentable, escandalosa, entrometida, algunos ebrios ya de vino, y que miraban atónitos el espectáculo de esa tunda de mujeres desfilando. Entre ellos, una voz surgida de aquel grupo, una entonación curiosa que increpaba a esa plebe de mujeres, que iban solas sin varón alguno.

-¿Adónde vais, tantos coños solos?
-¿Y qué hacéis, tantos coños solos, en una noche alegre de verano?

Veintiocho chochos menos uno se miraban, pensaban en su casta fiesta y no sabían que decir.
Sólo uno, el coño número 29 , que no era más que el coño enorme y ausente de la Lola, le hubiera respondido a ese grupo de gente entrometida.
Un coño enorme, fogoso y casquivano, que naturalmente faltó a la cita y que nunca se bajó de un coche repleto de mujeres puras y fieles. Sólo un coño como ése hubiera contestado:

-Nada, no hacían nada.

Ser acaso la coartada para esta nueva argucia de la Lola, en la que el gozo de una cita a ciegas portaba la melena de la audacia y un nuevo sostén que le alzaba los pechos por el aire.

© Héctor Sandino, 2008.-

No copula el que sabe, sino el que puede



Veintiocho rajas vienen anunciando la noche
y se disputan con los astros
el manto para cubrirla.
Sienten que a su paso se yerguen
falos a guisa de preludio
y eso que van como hormigas desfilando,
relamiendo con gusto a aquellos que
las están esperando.

¿Dónde está el calor que os falta?
¿ Acaso el sol del día no pudo
suficientemente calentaros?

Mi imaginación vuela.
Empiezo a intuir dónde está el fuego
que tenéis encendido,
en qué ascuas os vais a posar y deleitar.
¿En cuántas chispas esas brasas han de estallar?

Soy rama que se derretirá toda entera,
hecha cenizas, dentro de tu cuerpo y de tu alma,
para luego volver a reunirlas
y prenderlas de nuevo, todo dentro de ti.

En el supuesto de que calor quieras
¿Cuántos troncos he de encender?
Pensándolo bien: ¿ Cuántos árboles he de talar
para veintiocho chochos calmar?





Veintiocho bellezas van prendidas en la noche.
Veintiocho cálidos chochos rondan sus calles.
¡ Cómo se complace la luna al ver su caminar!
Su reclusión, sus cuerpos, piden juerga nocturna.
Y yo me pregunto: ¿ Qué océanos y mares descubrirán?
¿ A qué playas arribarán?
¿ A qué palo, a qué timón se agarrarán?
¿ Tendrán celos unos de otros?
¿ Pugnarán por el falo más largo encontrar,
el timón más fuerte abrazar
y la quilla más esbelta acariciar?

Arduo camino tenéis,
Pero no desesperéis en el intento.
Aparecerán barquitos que a pasear os lleven,
muy pintureras estaréis
pero, a la hora de agarrar,
¡ ni palo ni ná!
Aguas alborotadas, fuerabordas, vendrán
pero, al final,
¡ se quedará tó en fachá!

© Silvia Barona, 2008.-

Desayuno con diamantes de café

Había dormido la noche su cuerpo, el despertador sonaba a la hora habitual. Sin embargo ella sabía que el día era diferente.
Precipitadamente sonó el teléfono y se anunció la visita. Había tonificado su piel con una buena ducha fría; perfumada y vestida discretamente lo esperó.
Había soñado tantas veces el momento, que el corazón latía desacompasado. Escuchó el suave toque en la puerta y abrió con sigilo, casi a hurtadillas. Se sentía nerviosa.
Él apareció, casi al despertar el alba. Aquel impulso tanto tiempo guardado se mostraba por vez primera irrefrenable.
Un intenso abrazo hacía que los poros de su piel se enervaran y afloraran por encima de sus ropas, el largo beso, enredándose su lengua entre la suya enorme que lamía hasta su garganta. Se deshizo de sus brazos para tomar el aire con fuerza y sugerir entre balbuceos, y sin poder aún separar las manos que seguían enredadas entre los dos. Desinhibida de todo el equipaje de la vida se mostraba con toda la audacia del fuego que la ardía. Desnudaron sus cuerpos y se mostraron lentamente.
De repente sus manos acercaron las suyas a su sexo. Nunca lo hubiera imaginado, tantas veces deseado se mostraba perfectamente enhiesto, circuncidado y vigoroso.
De pie entrelazaron sus cuerpos, enredaron sus piernas, y se dejaron hacer con suavidad sobre el lecho, suave de crespones, perfumado con canela y jazmines que Glauca había preparado.
Se tomaron sin pausa, como si la vida se les fuera toda en ese instante, un largo quejido arrulló su murmullo de besos y roces. Sentía sus labios recorriéndola palmo a palmo y levantaba su pelvis al ritmo que marcaba su galope largo y lento. Como dos rosas se le hincharon sus pechos y girando su cuerpo, cual amazona experta montaba sobre él y mostraba todo su ser abierta gozosa...
Así una y otra vez se gozaron, humedecieron sus cuerpos hasta agotar todas las fuentes... La mañana se abría con una luz intensa, ellos quedaban en silencio mirándose despacio, como si acabaran de descubrirse completos por primera vez.
Un aroma penetrante a café los despertó del letargo, se disponían de nuevo al gran banquete. Habían de devorarse.